Llamo a Caracas. Hablo con mi hermano. "¿Cómo estás?", le pregunto y me dice que me va a contestar como contestaba Benny, el técnico de la nevera: "Aquí, en este manicomio". Oigo a mi hermano reír y río de buena gana con él. Creo que ambos reímos para hacernos bien el uno al otro.
La conversación sigue, hablamos acerca de las lluvias que tardan en llegar, del jardín, de mis poemas. Tranco el teléfono con la sensación de un abrazo. Así es el cariño ahora. Uno aprende a dar abrazos y a sentirlos casi como si fueran ciertos.
Uno es mago de los cuerpos distantes.
Pienso en Benny. Pienso que había olvidado a Benny. Benny venía a la casa a reparar la nevera y se traía siempre a Chopin, su perro. Chopin, era un boxer enorme que entraba a la casa con el bolsito de Benny en la boca y luego se echaba cerca de Benny mientras Benny arreglaba la nevera y conversaba conmigo, tomando café.
Benny siempre me pareció un gran tipo. Honesto, tranquilo, sonriente, zen. Además confieso que me encantaba que anduviera para arriba y para abajo trabajando con su perro. Me decía que en las casas que no aceptaban a Chopin, él se negaba a trabajar.
A veces las personas se disuelven en el recuerdo, pero luego vuelven y nos vuelven a enseñar todo lo que nos habían enseñado.
Eso. Quería contar de Benny. Y de mi hermano. Y de Caracas. Y del manicomio. Sobre todo de la ternura.
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