Los negociantes de objetos usados tienen almas horribles. Entran a las casas con sus fajos de billetes sucios y negocian los recuerdos como si fueran baratijas. No tienen corazón. Ese fue mi caso cuando aquel horrible hombre entró y apoyó su cuerpo viejo y mohoso en la silla del comedor de mi antigua casa que también fue vendida. La silla, la casa. Salieron las cruces, los santos de la colonia, San Francisco, San Antonio, salieron las bandejas, los retablos, hasta el VHS inservible salió. Los libros no. Los libros los doné a personas que pensé que amaban los libros, salvo los de poesía que me esperan en cajas que son barcos que no saben navegar. Hubo una pequeña venganza en no venderle mis libros a aquel horrible hombre. Mis venganzas siempre son pequeñas e inofensivas. Tampoco le vendí los cuadros de Millán, el de la boda malograda y el del caballo en el aire. Millán es un niño viejo como yo que no se vende. Recuerdo el rostro de rapiña de aquel horrible hombre ofreciéndome pocas monedas por los cuadros. No, dije, y en los días sucesivos envolví las telas en un tubo oscuro y allá esperan, nadie las ve. El sonido del timbre, que aquel hombre horrible tocó para entrar en mi casa desvencijada, vuelve hoy cuando siento que vendí mi vida que ya no se podía vivir para comprar otra vida que no se puede vivir.
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