Cada vez que llego a su casa la niña me mira con sus ojos de mar y sonríe con sus dientes de nieve.
La niña me quiere.
Debo haber hecho algo muy especial porque los niños son difíciles en el amor. Son honestos.
No recuerdo qué hice, cuáles fueron mis acciones que, como ríos cálidos, bañaron, se instalaron y humectaron el corazón, los ojos y los dientes de la niña.
Y sus manos.
Porque además de mirarme y sonreírme, la niña, cuando visito su casa, siempre busca sus hojas blancas y sus colores, sus acuarelas y me hace dos tres cuatro dibujos, mientras los adultos hablamos de la crisis, de que no tenemos trabajo o de que el mundo pronto acabará.
Si levanto la mirada para ver aquello que se va plasmando en las hojas, la niña me sonríe y me dice "¡no veas!".
Yo le obedezco. Siempre hay que obedecer a los niños.
Y entonces llega con las hojas empapadas de pintura que es el mismo río que formó árboles en las hojas. La niña siempre me pinta árboles.
Yo tomo todo de sus manos y pongo a secar, en la baranda del balcón si hace calor, cerca de la chimenea si hace frío.
Las pinturas deben secarse para permanecer. El amor no. Al amor nadie lo seca, salvo el desamor.
La niña no sabe de esas cosas, sólo mira, sonríe y me pinta árboles que van repoblando mis árboles de adentro.
Así nos reconstruimos. Como los bosques. Como los niños.
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