Leo un estatus de Facebook que dice que el 75% de nuestro cerebro es agua y que no nos preocupemos, que no somos idiotas, lo que pasa es que estamos deshidratados, es todo. Debería ser un chiste, yo debería reírme y seguir corriendo con mi dedo índice buscando más estatus, alguna canción, algún poema. Pero no, no me río, por el contrario siento un sabor amargo en los dientes que se niegan a asomarse en la sonrisa. No es chiste el cerebro desertíficado. No causan ninguna gracia las dunas que cubren nuestros órganos expuestos a tanta intemperie y nada. Han sido muchos años, hemos perdido brillantez, hemos perdido humedad, hemos perdido espíritu. Claro, mucha muerte alrededor, mucho destierro, mucho cansancio, mucha lógica botada a la basura. Al desierto. Luego estarán los que digan que también el desierto y la deshidratación son necesarios para resurgir, para resucitar. Sí, quizás tengan razón. Pero mientras algunos tapan con un dedo el desierto, este sigue secando gargantas e ilusiones. Y el coraje se hace arena. Nos quedan los abdominales, el estómago, esos músculos que le dictan al corazón la supervivencia digna. Esas cosas que no se adormecen como las aletargadas lagartijas. Quedamos nosotros y nuestro corazón. El motor de todos nuestros líquidos. Nuestra sangre. Estamos vivos aún. Aún podemos derrotar a aquellos que nos quieren tempestad seca, árbol caido, cactus.
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