lunes, 24 de febrero de 2014

Roma

Ayer estuvimos en la Plaza San Pedro, porque allí fuimos convocados a manifestar. Había una bandera inmensa, las estrellas estaban perdiendo sus puntos de costura y parecían aquellos pájaros blancos de los que hablé hace días. Parecía que quisieran emprender un vuelo libre. Llegamos a la plaza por uno de sus lados y lo primero que pude ver de ella fueron las colosales columnas de Bernini, metáfora de fortaleza, y luego, más allá las gorras tricolores y el himno. Nos pidieron que no cantáramos, que no gritáramos consignas porque seríamos expulsados de la plaza. Sentí la mordaza, la injusticia, pero me adecué, está bien, no importa, no es la primera mordaza, sigue Cinzia, sigue...tú sabes de eso, ten paciencia. Luego Bergoglio se asomó a su balcón. Se veía tan pequeño, fue pequeño. "Un saludo a los venezolanos" fue todo lo que dijo. Sí gritamos, todos. Libertad libertad libertad, Justicia justicia justicia, Gloria al bravo pueblo que el yugo lanzó...el pontífice se fue, se cerraron las cortinas. Supe que lo que hagamos tendremos que hacerlo nosotros. En la tarde insistí en ver el Moisés de Miguelangel, en la iglesia silenciosa donde se encuentra. Fui y lo encontré serio como siempre, fuerte, con el ceño fruncido, con su cara de lado, desafiante, perfecto, anciano, magnífico. Le hablé y le dije cosas como se le reza a una estatua querida. Encendí unas velas. Adiós. Autobús de regreso. Y seguir.

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