He pasado meses enteros poniéndome medias. Cubriéndome los pies de este frío que es mi nueva casa. Esta casa que se parece a la torre de Hölderlin, pero con vista al mar. Imposible no preguntarse si la locura también se parece a la del poeta. El único consuelo que me queda es que mientras me siga preguntando de una probable locura significa que ella no ha llegado. El único consuelo entonces en este extrañamiento sigue siendo la decisión de apoyarme en una lógica que está haciendo agua hace años. Insisto, insisto porque nos enseñaron eso, nos dieron esta única manera de pensar como salvación del caos que siempre es el mundo. Nos engañaron, me engañaron y a pesar de eso sigo. Sigo haciendo lo mismo que aprendí de niña, porque el mundo es demasiado grande y yo pequeña. Impongo mis conclusiones que una a una se ven tomadas por el vórtice de lo contrario a mis decisiones. Entonces río, lloro, dependiendo del caso y sigo. No deja de ser curioso que todo esto al final nos conduzca a la muerte. Es aterrador.
La muerte se viste de mil máscaras y al unísono se muestra desnuda y firme en la tierra en que nací, de nuevo me digo, es aterrador.
El tiempo, los pocos minutos que tardo en lanzar estas líneas desesperadas y una vez más mi cerebro hace su trabajo, los silogismos vienen en mi auxilio, la civilización adormece el miedo, ese es su objetivo. Droga apocalíptica.
Me engaño y sigo, mientras no llegue el poema que es el único sitio donde podré descansar.
La poesía para mí es el resguardo donde no hay muerte.
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