Cíclicamente vuelve
El cansancio milenario
De las decepciones acumuladas.
Muerde.
Cíclicamente vuelve
El cansancio milenario
De las decepciones acumuladas.
Muerde.
Eres todas las preguntas
que no te respondes,
el silencio aterrado.
Eres la niña que no fuiste,
el espejo de agua que
nunca te reflejó.
Es tarde ahora para la perenne reconstrucción,
ojalá pudieras abandonarte,
pero nunca aprendiste a hacerlo.
¿Cuántas vidas aún te acarician
para que sigas viviendo?
A veces los grandes amigos
desaparecen y
afloran los pequeños.
La pareja de mirlos en
sus conversaciones con el sol que nace,
los gritos contra el cuervo
que asecha a los polluelos,
gritos vencedores, siempre.
La planta de cala,
abandonada a la suerte del invierno,
que en los primeros calores
se viste con la blancura infinita de sus flores,
muchas.
Las pestañas de Giacinto,
que bailan en sus ojos curiosos,
cuando me habla y me narra el mundo.
Mi estatuilla de la Virgen del Valle,
con el Rosario del color de Venezuela
en su cuello.
Las fotos de los dientes sonrientes de Giulia
que muestran su nueva felicidad,
allá en Venecia.
Mis pequeños grandes amigos,
silenciosos,
mis grandes y enormes maestros.
Vivir a la orilla del Adriático nos obliga a conocer sus vientos, esos que hacen que las aguas se levanten al punto de querernos entrar por las ventanas.
Visión magnífica y terrorífica.
Hay que escuchar los poemas del estómago.
Aprender a leer la náusea que nace de la maldad gratuita, la orfandad, la mentira, el desierto.
Hacerse cuerpo cuando el cuerpo se hace alma.
Mirar hacia abajo y sonreír a las voces que te inclinan hacia tu propia verdad y rebelarte siempre ante lo injusto que es la justicia de muchos.
No importa, tu estómago lo sabe, ese gran sabio, no temas.
Y luego, luego de que lo escuchaste, sanarlo, alimentarlo con nuevas flores, teñirlo de nuevos dibujos, verlo como se cura y continuar, continuar dulcemente, hasta que calle plácido.
Ser europeo es haber permitido que la cantidad de inviernos que viviste por fin se te estacionen en los huesos y te conviertan en las ruinas de las estatuas enterradas que emergen cuando una pala mecánica las asusta y con los ojos de mármol miran hacia un cielo que no existe.
Europa es la pérdida del trópico que es tu corazón.
Nunca seremos esto.
Nunca la tristeza de Demetra nos penetrará.
Para siempre seremos las palmeras erguidas que embellecieron nuestra infancia, el ron que emerge del azúcar de las cañas bañadas por el sol, oscilantes en la brisa fértil.
Mi tierra caliente y hermosa, mi tierra niña, siempre me salvará, aún en el recuerdo.
Mi tierra tan salvaje como yo.
Benditos los días
de mis poemas cargados de árboles en flor.
Ahora veo avalanchas
y no las escribo,
el terror de la cotidianidad
no invadirá la poesía.
Conservaré el jardín imaginario
intacto y callado
hasta que vengan tiempos más pacíficos.
Escribo en la madrugada de mi país atribulado.
Confío en el silencio que me da el sueño de los que no me leen.
Los párpados caídos son la última salvación.
Tengo la soledad de la poesía que ríe de sí misma como una niña a la orilla de un río grande.
Tengo la perseverancia de los amores que se empeñan en ser amores en el abismo del desamor.
Tengo la dignidad de las manos vacías, los labios entreabiertos y los párpados cerrados.
Tengo la libertad de los sueños hechos pesares y también de los viceversas.
No soy tan pobre, ya ves, a pesar de ti.
Ser un ciervo es tener miedo en los ojos,
por eso la angustia cuando
me miras así, mi amor,
cuando te haces ciervo.
Tengo el terror de la presa
que está en tu mirada
y se me acaba el mundo.
Soy un ciervo vestido de flor
que aparenta ser oso,
ya sabes, por las garras, mi amor.
Convertirse en animal nunca ha sido sabio.